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La separación y el divorcio producen una serie de efectos propios y otros comunes, que se refieren tanto a las relaciones personales como patrimoniales de los cónyuges. El efecto fundamental de la sentencia de divorcio y separación es el cese de la obligación de convivencia de los cónyuges; cesa también la posibilidad de vincular los bienes del otro cónyuge a lo que la ley llama el ejercicio de la potestad doméstica, que no es otra cosa que la satisfacción de las necesidades de la familia, alimento, vestido, educación de los hijos, etc.
La separación judicial o el divorcio no llevan consigo alteración alguna de las obligaciones de los padres para con sus hijos:
En defecto de acuerdo de los cónyuges, será el Juez el que determine el uso de la vivienda familiar. El uso la vivienda y del ajuar se otorga por la ley a los hijos y al cónyuge en cuya compañía vivan. Es decir, no se atribuye al marido o a la mujer, como cabría suponer, sino a los hijos y al cónyuge que conviva con ellos. Este matiz es importante, porque la Ley trata de proteger el interés de los más indefensos en la situación creada por la separación o por el divorcio. Y los más indefensos son, lógicamente, los hijos. Si unos hijos viven con el padre y otros con la madre, o incluso en el caso en que no exista descendencia del matrimonio, a falta de acuerdo entre los cónyuges, el Juez decidirá sobre la vivienda según las circunstancias del caso, teniendo en cuenta el interés más necesitado, con independencia de quién sea el propietario de la vivienda –si la sociedad legal de gananciales, un cónyuge o un tercero-.
Para la venta de la vivienda ocupada por el cónyuge que no es titular de la misma, será necesario su consentimiento para poder vender, e incluso hipotecar la misma; por lo que es recomendable siempre la inscripción en el Registro de la Propiedad de la atribución del uso y disfrute de la vivienda conyugal.
Es muy frecuente que cuando un matrimonio decide separarse, acudan al Notario para proceder a la firma de unas capitulaciones matrimoniales, en las que conste su voluntad y cuáles van a ser las reglas por las que se van a regir sus relaciones personales y patrimoniales. También reflejarán en las capitulaciones cómo van a cumplir sus deberes y ejercitar sus derechos en relación a sus hijos comunes. El convenio de separación es aquel acuerdo celebrado entre los cónyuges que han decidido separarse, pero sin solicitarlo de momento judicialmente, por el que regulan sus relaciones de toda índole, ante la nueva situación planteada. Tradicionalmente se ha discutido su admisión en nuestro país, pero hoy en día, tras la Ley de 2 de mayo de 1.975 y tras las reformas derivadas de la aprobación de la Constitución de 1978, es indiscutible la validez de los mismos. La forma más adecuada al mismo es la escritura pública de capitulaciones matrimoniales.
Si la separación o el divorcio se ha tramitado por ambos cónyuges conjuntamente, o por uno de ellos, con el consentimiento del otro, cuando presenten la demanda de separación o de divorcio deberán acompañar a la misma la llamada "propuesta de convenio regulador". El convenio regulador es el documento en que los cónyuges deben acordar lo que afecta, al menos, a los siguientes efectos, derivados del cese de su vida en común:
En defecto de convenio o a falta de aprobación judicial del mismo, será el Juez el que dicte las medidas oportunas.
Tanto el convenio como las medidas determinadas por el Juez podrán modificarse, bien por un nuevo acuerdo entre los antiguos cónyuges, bien por decisión judicial, si se modifican las circunstancias familiares. Vivienda en alquiler.
La nueva Ley de Arrendamientos Urbanos ha resuelto un problema que provocó numerosas reclamaciones judiciales: el de determinar como afecta la nulidad, separación o divorcio al contrato de arrendamiento celebrado por uno solo de los cónyuges.
El problema venía planteando cuando la vivienda alquilada era adjudicada al cónyuge que no había celebrado el contrato de arrendamiento. La nueva Ley indica que se aplicará a los contratos anteriores a la entrada en vigor de la misma la solución de que –declarada la nulidad, separación o divorcio - tendrá derecho a continuar en el arrendamiento el cónyuge a quien se le hubiera adjudicado el uso de la vivienda familiar de conformidad con las reglas antes establecidas.
En el plazo de dos meses desde que le sea notificada la resolución judicial correspondiente, deberá ponerlo en conocimiento del arrendador, a quien deberá remitir al menos una copia parcial de la resolución judicial en la que se le adjudica el uso de la vivienda.
Aunque en todo lo relativo al régimen económico del matrimonio no se requeriría aprobación judicial alguna, dado que, como hemos repetido, es posible modificar el régimen económico del matrimonio, si se necesitaría respecto del resto de las cuestiones. Como en este caso la Ley no hace distinción la aprobación judicial del convenio regulador en la sentencia de divorcio o separación aprueba en conjunto el convenio regulador. En consecuencia, sí es necesaria la aprobación judicial, porque hay intereses ajenos a los de los propios cónyuges, por los que deben velar los Tribunales. Y, sobre todo, por lo que a los derechos de los hijos se refiere (fijación de pensiones alimenticias de los hijos, régimen de comunicaciones, visitas etc).
La sentencia judicial de separación y de divorcio produce la extinción del régimen económico del matrimonio.
Pero, conozcamos antes algo más del régimen económico matrimonial, sus clases y características, solamente así podemos conocer a qué nos enfrentamos a la hora de extinguir el mismo.
El matrimonio, además de producir una serie de efectos personales entre los esposos, afecta también de manera importante a sus asuntos monetarios: son los efectos económicos del matrimonio. Nos referimos estrictamente a las relaciones matrimoniales, no a los efectos económicos de las relaciones de pareja no matrimoniales, aunque exista convivencia y se hayan puesto en común, con mayor o menor alcance, los bienes o ingresos.
A pesar de la importancia de estas cuestiones, es frecuente que los novios no sólo no se planteen esos aspectos económicos, sino incluso que desconozcan totalmente su existencia, y que el asunto solamente se ponga sobre el tapete una vez que han surgido desavenencias (a la hora de una separación o divorcio). Así, cuando por fín se habla del tema es en el peor momento para hacerlo, no en el momento dulce de la unión, sino a la hora de la separación, en la que quizá por despecho, se aproveche para usar estos asuntos como arma arrojadiza contra el otro..
Mejor prevenir que curar y dejar habladas estas cuestiones antes de casarse, por materialista que parezca, que no tener después que lamentar nuestra imprevisión.
Es posible que la todavía escasa frecuencia de las capitulaciones se deba no tanto al escrúpulo de los novios de abordar estas cuestiones materialistas, como al simple desconocimiento de estas cuestiones. Lo mismo que al contraer matrimonio eclesiástico, la Iglesia Católica impone la realización de un cursillo para informar de la trascendencia (espiritual o religiosa del acto), el Estado quizás debería instaurar un "cursillo" similar, para informar a los novios de las consecuencias del nuevo estado civil de casados.
En todo caso, podría haber previsto la Ley que el Juez (o, recientemente, el Alcalde, si es el quien celebra el matrimonio), además de la breve lectura a los novios los artículos 66, 67 y 68 del Código Civil (que hablan de la igualdad entre los esposos, ayuda y respeto mutuos entre ambos, y obligación de vivir juntos), tuviese que informar a éstos de otro aspecto del matrimonio, como es el económico: con ello se lograría, además, una mayor duración y brillantez de las brevísimas ceremonias civiles.
Aquí trataremos de aclarar, en la medida de lo posible, algunos de estos aspectos, de tanta importancia en la vida de los cónyuges.
Respecto a esta serie de efectos económicos del matrimonio, la ley fija unas normas para su regulación: unas imperativas (que los esposos, aunque quieran, no pueden modificar) y otras, supletorias, es decir, que regirán al matrimonio en lo económico si no se dice nada en contra, pero que pueden ser sustituidas por otras que fijen los esposos voluntariamente, a la medida de sus necesidades, por medio de las capitulaciones matrimoniales (o contrato por razón de matrimonio).
Son el contrato que pueden hacer, antes o después del matrimonio, los novios o ya esposos para fijar las normas que deben regir el aspecto económico de su matrimonio con toda libertad, aunque respetando esas normas imperativas que mencionábamos. En consecuencia, no pueden recogerse (y si lo hiciesen, serían nulas) acuerdos que sean contrarios a las leyes o a las buenas costumbres o que vayan contra la igualdad de derechos entre marido y mujer. Para su validez, deben de hacerse en escritura pública, con el asesoramiento imparcial del Notario, que no sólo indicará la manera más idónea para reflejar la voluntad de los esposos, sino que les indicará también cuáles son esos límites que marca la ley. Así se evita también que se hagan de forma poco meditada, o sin la información necesaria.
Pueden recoger toda clase de estipulaciones por razón de matrimonio; así, es posible que además de intervenir los novios, para acordar su futuro régimen matrimonial, lo hagan también, por ejemplo, los padres de ambos para donarles algún bien, sea como mera ayuda al matrimonio, o como contrapartida a algún compromiso que asuman los nuevos esposos, como podría ser el de cuidar de sus padres en la ancianidad, o pagarles una pensión, o trabajar en sus tierras o negocio: si estas condiciones se van a modificar en el futuro, habrá que contar lógicamente con la conformidad de los padres (o parientes) afectados. Lo más frecuente es que las Capitulaciones se limiten a fijar el régimen económico matrimonial. Los novios o esposos pueden optar por elegir uno de los regímenes que regula el Código Civil (el de separación de bienes o participación, que luego veremos), o bien para crear un régimen especial, a la medida de sus necesidades, con las limitaciones que veíamos antes.
En todo caso, las capitulaciones deben inscribirse en el Registro Civil, junto a la inscripción del matrimonio celebrado, para que puedan tener eficacia frente a terceras personas que vayan a contratar con uno de los esposos, pues no les es indiferente que el régimen del matrimonio sea el de gananciales (en el que existen unos bienes comunes que pueden responder de las deudas que pueda contraer ese cónyuge) o el de separación de bienes, en que, al no haber bienes comunes, sólo puede cobrarse al esposo deudor de sus bienes particulares, y nunca de los de su esposa, que le pertenecen sólo a ella.
Por ello, si los cónyuges acuerdan el régimen de separación de bienes en capitulaciones, pero éstas no se inscriben en el Registro Civil, ese régimen tendrá vigencia entre ellos, en el plano interno y familiar, pero no de cara a terceras personas, que podría ignorarlas y considerar cualquiera de los bienes existentes como comunes al efecto de cobrar sus créditos.
Además, si las capitulaciones se refieren a bienes inmuebles se deben inscribir también en el Registro de la Propiedad.
Es el más habitual, ya que se aplicará, no sólo si se ha pactado específicamente en capitulaciones, sino también en el caso de contraer matrimonio sin haber otorgado éstas: se aplicará el régimen supletorio, la llamada "sociedad de gananciales", con efectos desde la celebración del matrimonio. En síntesis, con este sistema se hacen comunes las "ganancias" de ambos esposos, lo que cualquiera de ellos haya obtenido por título oneroso, es decir, mediante una contraprestación (dinero, bienes), o como fruto de su trabajo o de sus inversiones (lo que podríamos llamar "rendimientos del capital y del trabajo", en terminología del IRPF). Todo esto pasa a formar un "fondo común", que pertenece a los dos esposos con carácter conjunto o indistinto; es decir, que todo es de los dos, pero ninguno es dueño de una cosa o parte concreta (ya nada es "tuyo o mío, sino nuestro").
Este fondo común tiene que hacer frente a las necesidades de la familia integrada por los dos esposos, y, en caso de haberlos, por los hijos; Dado su carácter común, las decisiones trascendentes sobre dichos bienes tendrán que tomarlas de común acuerdo.
Pero no todo se hace común. Junto a los bienes gananciales (ese fondo común), existen otros, los privativos, que pertenecen exclusivamente a cada uno de los cónyuges. Serán los que cada uno de ellos tuviese al empezar el régimen (los que tuviese de soltero), y los que adquiera después a título gratuito, es decir, sin que le cueste esfuerzo ni dinero: herencias y donaciones o regalos que reciba. También serán privativos los bienes que adquiera en sustitución de otros del mismo carácter; por ejemplo, si el esposo recibe unos terrenos por herencia al fallecer sus padres, aun cuando esté ya casado al recibirlos, estos terrenos serán privativos, y si decide venderlos (para lo que no requiere el consentimiento de su esposa), el dinero que reciba a cambio será también privativo.
Son gananciales también los frutos o rendimientos de los bienes tanto gananciales como privativos de cada uno (así, aunque el terreno que el esposo heredó de sus padres es privativo, si lo arrienda, la renta que perciba será ganancial; o, si lo vendió, aunque el precio que ha cobrado es privativo, si deposita ese dinero en un banco, los intereses que perciba también serán gananciales); y las empresas o industrias que se funden durante el matrimonio invirtiendo ese "fondo común", aunque lo haga uno (si la esposa monta una peluquería invirtiendo el dinero que la familia había ahorrado, procedente del sueldo del marido, que es ganancial, la peluquería tendrá igual carácter ganancial). Y también son gananciales las ganancias que cualquiera de ellos tenga en el juego (ejemplo, los premios de la lotería).
Pero son privativos los bienes y derechos inherentes a la persona y los no transmisibles, así como las indemnizaciones percibidas por cada uno como resarcimiento de daños sufridos en su persona (indemnización en un accidente de tráfico) o bienes privativos; también son privativas las ropas o los objetos de uso personal que no sean de extraordinario valor, y los instrumentos o enseres profesionales de cada uno de los esposos, salvo que formen parte de esa industria familiar que tuviese el carácter de ganancial.
Las mejoras, edificaciones o plantaciones que se realicen en los bienes de una y otra clase van a tener el mismo carácter que los bienes mejorados: las que el esposo realice en el terreno heredado serán también de su exclusiva pertenencia, pero, atención, porque si invierte para ello dinero ganancial (o incluso su trabajo personal, ya que el rendimiento de éste es también ganancial), aunque el edificio o plantación no dejan por eso de ser privativos, lo que sí existirá será un crédito a favor de la sociedad de gananciales, es decir, que el patrimonio particular del marido deberá compensar ese valor al fondo común cuando éste se disuelva (sea al terminarse el matrimonio por muerte o divorcio, o al acordar ambos esposos cambiar su régimen económico por el de separación, o por otro).
Existe también una norma general en favor del carácter ganancial de los bienes: se presumen gananciales los bienes existentes en el matrimonio, mientras no se pruebe que pertenecen privativamente al marido o a la mujer.
Pero todas estas normas (y sus resultados, a veces contrarios a la voluntad de los esposos) pueden modificarse si los cónyuges hacen uso de la facultad que les concede el Código Civil de dar el carácter de bienes gananciales a los que adquieran durante el patrimonio a título oneroso, sea cual sea el origen y forma del pago del precio.
Hemos visto los "ingresos" que forman el caudal común, pero este tiene también unos gastos, los pagos que se deben hacer con esa bolsa común de los dos: destacan los gastos de mantenimiento de la familia, alimentación y educación de los hijos comunes (y también de los hijos de uno solo de los esposos, si conviven con ambos), y gastos de mantenimiento y administración de los bienes, sean comunes o privativos (ya que los rendimientos de estos también se hacen comunes, es justo que los gastos de su administración se paguen del fondo común); y también los gastos que ocasione la profesión u oficio de cada uno de los esposos, así como la explotación de sus negocios (de la peluquería de la esposa, en nuestro ejemplo, y por el mismo motivo).
También deberán hacer frente a las deudas contraídas bien por los dos esposos conjuntamente, o por uno solo, si lo hace con el consentimiento del otro, o bien en el ejercicio de su profesión, o de la llamada "potestad doméstica", esto es, que cualquiera de los dos esposos puede realizar los actos necesarios para atender las necesidades ordinarias de la familia, de acuerdo con el nivel de vida de ésta.
Este sistema llegará a su fin (es decir, se produce la "disolución") y será preciso realizar entre ambos, o sus herederos, el reparto de ese fondo común, y si fuera preciso, el "ajuste de cuentas" por los "préstamos" entre fondos privados y fondo común (a esto se llama "liquidación"), en los siguientes casos:
También se declara disuelta la sociedad de gananciales en caso de que los esposos, de común acuerdo recogido en capitulaciones matrimoniales, decidan sustituir para lo sucesivo el régimen de gananciales por otro que acuerden.
Este régimen se aplica no sólo cuando así lo acuerdan los esposos, sino también en caso de separación matrimonial. Este régimen parte de una absoluta (o casi) independencia de los esposos en el plano monetario: cada uno mantiene la plena propiedad y libre disposición y administración de los bienes que tenía de soltero, así como de los que adquiera una vez casado por el motivo que sea (salarios, rendimientos de los bienes o capital, herencias y donaciones, etc...).
En definitiva, en este régimen no existe esa "bolsa común" que eran los gananciales; aunque si los dos esposos adquieren un bien conjuntamente (un piso, por ejemplo) este será de ambos por mitades (o en el porcentaje correspondiente a la aportación de cada uno), pero no pertenecerá a un fondo común, que no existe, sino a ambos, del mismo modo que pueden adquirir un bien a medias dos personas sin estar casadas entre sí.
Cada uno tendrá su cuota (la mitad, o la parte que sea) y podría vender esa parte del bien sin contar con el otro (que tendría, sin embargo, preferencia para comprársela), a diferencia de los casados bajo régimen de gananciales, en que no existen esas cuotas, sino que la totalidad es del "fondo común", y, por tanto, ninguno puede vender la mitad, sino que han de ponerse de acuerdo para disponer de la totalidad.
Cuando no esté claro si algún bien pertenece a un esposo o a otro, se entenderá que es de los dos por mitades.
Esa independencia "casi" absoluta en lo económico (de modo que cada uno llevará su economía como si no se hubiese casado) ha de matizarse, ya que también existe la relación familiar y sus responsabilidades. Por ello, la ley ordena que cada uno contribuya a sufragar los gastos familiares en proporción a sus recursos respectivos (salvo que se acuerde otra forma). Al decir recursos, no se refiere sólo a dinero: si uno percibe un sueldo, y el otro no tiene trabajo remunerado, pero sí unos ahorros que le produzcan rendimientos, el primero contribuirá con su salario, y el segundo con los rendimientos de su capital.
Caso de que uno de ellos se dedique a las tareas domésticas, la ley señala que este trabajo será tenido en cuenta como contribución a los gastos familiares. Además, puede dar lugar a una pensión al finalizar el régimen, que fijará el Juez (y que es independiente de la que puede fijarse en un juicio de separación y divorcio): si un esposo tiene un trabajo remunerado, puesto que hace suyo su salario y se va con ello haciendo de un patrimonio, dado que el otro, que trabaja en casa está "evitando gastos", pero no se está haciendo con un caudal, podría darse un enriquecimiento de uno a costa del trabajo del otro, que es lo que trata de evitar esa pensión.
Si lo que se quiere es mantener la autonomía en lo económico, pero también que haya solidaridad entre los esposos, de manera que los dos compartan los resultados, favorables o no, de la economía familiar, puede ser interesante el régimen de participación, hasta hoy muy poco utilizado en la práctica. Aunque lo regula el Código Civil, es puramente voluntario, es decir, que sólo se aplicará cuando así lo acuerden los esposos en capitulaciones.
Durante la vigencia de este régimen (es decir, desde que se acuerda, hasta que se termina el matrimonio o se sustituye por otro régimen) funciona igual que el régimen de separación: cada esposo tiene sus propios bienes, y hace suyos los rendimientos de sus actividades económicas y "hace y deshace" sin necesidad de contar con el otro. Pero su particularidad empieza en el momento de finalizar el régimen: en ese momento, cada uno de los esposos deberá "hacer cuentas" de sus bienes, valorar los que tenía al empezar y comparar este valor, actualizado, con el valor de su patrimonio en el momento final, de tal manera que cada uno de los esposos habrá obtenido un beneficio o una pérdida económica.
Y en este momento es donde aparece el principio de solidaridad, porque el esposo que haya tenido mayor beneficio deberá compensar al menos favorecido.
Esa participación será de la mitad, salvo que al pactar este régimen acordaran ambos que sería en otra proporción. Lo que sí debe ser esta participación es igual para los dos, es decir, no es admisible (por contrario a esa igualdad entre los esposos) que se acuerde que si es el marido el más beneficiado, dará a su mujer la mitad del beneficio, mientras que si es la esposa la enriquecida sólo deberá entregar a su marido la tercera parte de sus ganancias.
Como en el régimen de separación cada uno sigue siendo dueño y gestor de sus propios bienes, al no existir bienes comunes, también cada uno responderá con sus bienes de las deudas que contraiga, sin que sus acreedores puedan cobrarse con los bienes de su cónyuge.
Con frecuencia encontramos que un matrimonio, que ha tenido hasta entonces el régimen de gananciales, en un momento dado, si al marido, por ejemplo, comienzan a irle mal los negocios, pretende hacer capitulaciones, pactar el régimen de separación y, al repartir los bienes, adjudicar a su esposa la vivienda y todos los bienes de valor, mientras él se atribuye bienes de poca importancia o incluso aparenta quedarse con un dinero que en realidad no existe. Piensa que así burla a sus acreedores, que, cuando vayan a embargar la vivienda, se encontrarán con que ya no figura a su nombre en el Registro, sino a nombre de su esposa, por lo que no es posible ya el embargo.
Pero la Ley no puede permitir que las capitulaciones se utilicen como medio para defraudar los intereses legítimos de terceras personas.
Por ello, en este caso (además de la responsabilidad en que incurrirían las personas que hubiesen realizado este acto fraudulento), esas capitulaciones podrían ser impugnadas por los acreedores, que podrían dejarlas sin efecto.
Además, la ley establece una presunción para evitar que la persona que prevé que va a arruinarse utilice el régimen de separación para "salvar de la quema" sus bienes y burlar el derecho legítimo a cobrar que tienen las personas a quienes debe dinero: así, si se declara la quiebra (o concurso de acreedores) de uno de los esposos, los acreedores podrán dirigirse contra la mitad de los bienes que hubiera adquirido su consorte durante el año anterior, por presuponerse que fue el otro el que se los regaló, en previsión de los problemas económicos que se avecinaban (salvo que se pruebe que efectivamente los compró y pagó).
En definitiva, el régimen de separación tiene la ventaja de la autonomía que tiene cada uno de los esposos en el aspecto económico, pero ello mismo permitirá que si las cosas van mejor a uno que a otro, al final resulte que uno se ha enriquecido y el otro no habrá participado de esos beneficios.
Habrá que determinar cuál es la ley por la que se rige cada matrimonio, (Código Civil, Compilación Catalana... Etc.), para ver cuál es el régimen económico matrimonial. De este modo se podrá proceder a la aplicación de las normas previstas en cada una de esas normas para su liquidación.
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